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Abandonarse en las manos de Dios, un arte difícil de aprender. ¿Por qué cuesta tanto aceptar que Dios nos ama aunque no lo merecemos?

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La vida no siempre nos va a sonreír. A veces la tormenta, el viento que nos viene de cara, parecen ser un obstáculo en el camino y ponen en peligro la estabilidad de nuestros cimientos: «Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario». En esos momentos, como los discípulos, tenemos miedo y nos asusta perder la vida. Se nos olvida que, en medio de la oscuridad, Jesús está a nuestro lado, caminando sobre las aguas, dispuesto a calmar nuestra ansiedad: «De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida: -¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».

Las palabras de Jesús nos tranquilizan, nos hacen tener esperanza, nos levantan el ánimo decaído. Nos quitan ese miedo enfermizo que con frecuencia nos paraliza. No queremos tener miedo, aunque sabemos que es un sentimiento frecuente en el corazón. Nuestra vida es muy frágil y una decisión de un momento puede cambiarlo todo. Un acontecimiento inesperado, un diagnóstico con el que no contábamos.

El otro día me comentaba una persona: «Estoy convencida de que Dios todo lo hace bien y permite este sufrimiento para santificar por él a mi padre; ¿para qué otra cosa estamos aquí más que para aspirar a la Vida Eterna? Confío en que Dios nos siga permitiendo vivir estos momentos abandonados en su infinito amor». Vivir así en la turbulencia de las olas, en la inestabilidad de la barca de la vida que parece a punto de zozobrar, es un auténtico milagro, un don de Dios, una obra de arte hecha por el Espíritu Santo en nosotros.

Pero lo cierto es que no siempre vivimos con la certeza de saber que es Cristo el que camina a nuestro lado y surgen las dudas: «Pedro le contestó: -Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua». Pedro quiere una prueba razonable porque duda; o mejor dicho, quiere un milagro, algo extraordinario que aumente su fe. No se conforma con la voz de Cristo, no cree que sea Él de verdad, cree que es un fantasma, o tal vez un producto de su imaginación temerosa.

Hay muchas personas que ven que su vida de fe se debilita sin poder hacer nada. No confían y no saben abandonarse, dudan, no ven a Dios y quieren controlarlo todo. El P. Kentenich nos lo recuerda: «Vivimos en una era de debilitamiento de la fe y de la vida de fe. Especialmente en tiempos como éstos, existen muchas personas que para su conversión esperan milagros y signos extraordinarios, visibles, palpables» .

La fe debilitada busca signos que nos recuerden si caminamos por el camino adecuado. Busca hechos extraordinarios. El corazón quiere encontrarse con Dios, quiere caminar con él, como dice hoy el salmo: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: -Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto». Sal 84, 9ab-10. 11-12. Es la fe que quiere construirse sobre signos incuestionables, signos sorprendentes que convenzan.

Sin embargo, cuando suceden, como relata Wanda en el diario sobre su amistad con Juan Pablo II, no es tan fácil aceptar la gratuidad del amor de Dios, creer que Dios se manifiesta milagrosamente en nuestra vida. Cuando Wanda vive el milagro de su curación, y comprueba que ha desaparecido el tumor, no puede soportar esa liberación milagrosa: «Dios hace conmigo lo que quiere; nunca había sentido tan claramente mi dependencia de Dios. Todo lo que nos rodea está en sus manos. Pero siento algo en mi interior, como una especie de rebelión, quiero conservar algo propio. Tuve mis dolores, mi voluntad de someterme y ahora, no tengo nada. ¡Dios mío, perdóname esta falta de gratitud y esta soberbia humana!» .

Depender de Dios de esa forma, experimentar un milagro en nosotros, nos parece excesivo. Es como si ya no pudiéramos ser dueños de nuestra vida; como si nos quitaran el control sobre el dolor y la muerte. Ante ese amor gratuito e inesperado de Dios surge el desconcierto y nos sentimos perdidos.

Por eso es tan necesario aprender a agradecer en la vida. Es nuestro aprendizaje más importante, la roca más sólida. Nos cuesta recibir las cosas sin haber pagado por ellas antes, sin que sean fruto de nuestro esfuerzo. Nos cuesta no controlar la vida y ver que todo es un don, un milagro que no exigimos; que nada de lo que nos ocurre es merecido.

Wanda sentía en su corazón este desconcierto: «No puedo entregarlo todo. Me parece que a causa de ese gesto de gracia divina, yo ya no existo. Existo en la medida en que Él quiso que yo viviese, pero esto quizá sea un sinsentido, porque aquella «primera vida» vino de Él y a través de Él, ¿por qué no la vi? ¿Por qué no puedo tomarme la vida como un regalo de Dios?» .

Nos cuesta mucho agradecer las cosas que recibimos a diario como un regalo. Así nos lo recuerda Juan Pablo II: «Ojalá fuéramos capaces de dar gracias con la misma devoción con que sabemos pedir. La gratitud siempre nos pone de una manera particular ante la Persona» . La gratuidad del amor de Dios nos quita nuestras defensas.

No merecemos el amor y sentimos que no tenemos cómo pagarlo. Por eso perdemos la vida buscando méritos para devolver lo recibido. A Pedro no le basta el consuelo del Señor sobre las aguas, la seguridad de ver sus pasos firmes en medio de las aguas revueltas. No acepta la gratuidad del milagro, quiere hacer algo, quiere controlar él las circunstancias. Por eso exige poder él caminar sobre las aguas. Por eso pide el milagro de lo imposible, se rebela ante la gratuidad.

Igual que nosotros nos sentimos indignos y queremos hacer algo, cuando descubrimos que Dios nos ha llenado de un amor que no es correspondencia por nuestra entrega.

Fuente.

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