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El tiempo se detiene en el acto más sagrado de la historia de los hombres, aunque esté envuelto por tanta ignominia.

La crucifixión

«Llegaron al lugar llamado Gólgota, esto es, lugar del Calvario». Jesús está exhausto, le queda poca vida por causa de tanto dolor en el cuerpo y en el alma. Pero sigue firme, no se queja. Alrededor de Él hay griterío. Gritan los ladrones en su desesperación. Gritan los soldados en su triste tarea. Gritan los que odian de Jesús. Todos gritan y el cielo calla sin descargar el castigo a los culpables. Jesús calla y reza. Pronto sabremos el contenido de sus pensamientos y oraciones.

«Y le dieron a beber vino mezclado con hiel; y, una vez probado, no quiso beber»(Mt). Estas bebidas intentaban paliar algo el dolor de los crucificados; eran como un anestésico y un calmante. Los ladrones lo beben a grandes tragos, como intentando acallar el dolor que se les avecina, un dolor absurdo, un dolor terrible, un dolor sin esperanza. Pero Jesús no bebe. No quiere que disminuya en nada el dolor. Quiere apurar ese cáliz. Para Él sí tiene sentido lo que está ocurriendo. Es un sacrificio de expiación. El dolor y la muerte entraron en el mundo por el primer pecado, ahora pasando por ellos se vence a la causa que es el pecado. Sacrificio doloroso, sacrificio salvador. Dolor convertido en expresión del amor más grande, el que ama a todos sin excepción.

El acto de la crucifixión era terrible. Varios hombres intentaban inmovilizar al reo. Uno en cada brazo y otro en las rodillas. Un cuarto tomaba el clavo lo colocaba sobre las muñecas y con golpes fuertes y diestros atravesaba la carne y todos los tejidos y adhería la mano a la madera. Los pies se colocaban uno sobre otro, y de nuevo con un clavo más largo los atravesaban pegándolos a la cruz. Luego se levantaba la cruz y el cuerpo quedaba pendiente solamente de los tres clavos. Todo el cuerpo se desplomaba. Los gritos de dolor se atenuaban por la dificultad para respirar.

El sufrimiento de Jesús

La crucifixión de los dos ladrones fue dura, eficaz, cargada de luchas y de insultos. Cuando llegan a Jesús, los soldados ven con sorpresa que no se defiende. Intentan sujetarle, pero no ofrece resistencia. Se tiende en el madero y extiende sus brazos. Es el Sacerdote eterno que abre sus brazos para abarcar a todos los hombres de todos los tiempos que necesitan misericordia para no incurrir en el castigo. Desde el cielo el Padre eterno observa el amor del justo y une su dolor al dolor del Verbo, al dolor del Hijo. El Espíritu Santo actúa en la voluntad humana de Jesús impulsándole al sacrificio. El tiempo se detiene en el acto más sagrado de la historia de los hombres, aunque esté envuelto por tanta ignominia. Se está mostrando un amor divino y humano que son superiores a todos los dolores imaginables que los hombres puedan nunca seguir. Cuando el primer clavo atraviesa la mano derecha en el lugar preparado en el madero todo el cuerpo se retuerce, y Jesús contiene con dificultad un lamento que sale de su cuerpo atormentado. Después estiran la mano izquierda para que coincida en el agujero del otro lado, y se repite el fuerte martilleo que taladra el cuerpo y el alma de Jesús. Cruzan los pies apoyándose en las rodillas y los atraviesan de un golpe certero. Todo el cuerpo se arquea como la cuerda de un violín. Golpean más, y fijan bien los pies a la cruz. Por fin, lo levantan con gran esfuerzo y el cuerpo queda sujeto por aquellos tres clavos; toda la respiración se hace difícil y asfixiante. La sangre mana de las tres heridas hasta el suelo. Cada respiración, cada palabra, intensifica el dolor. Los músculos se contraen. La mente se nubla por la falta de aire. El calor del mediodía se ceba en los crucificados y las moscas acuden a la sangre sin que nadie pueda apartarlas. Así van a transcurrir aquellas tres interminables horas en las que se consuma el sacrificio perfecto realizado por amor y obediencia.

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